“Maestro, ¿hay en el camino que lleva a la vida alguna herida que el alma no pueda cerrar?”
El maestro levantó las cejas con un gesto de resignación:
“Sí, hay una”
“¿Y cuál es?”, volvió a preguntar el muchacho.
“La incoherencia”, respondió escuetamente el maestro.
“¿La incoherencia?”, se extrañó el joven, que esperaba alguna cosa de mayor dramatismo.
Moviendo la cabeza, el maestro dejó salir una sonrisa cansada:
“La incoherencia es la compañera infatigable del buscador infatigable”, “Es el comensal no invitado a la fiesta que termina poniéndote en evidencia después de haber satisfecho su apetito, el alma que dice cuál es el camino que debes tomar y tú aceptas en tu corazón que es el camino adecuado, pero luego, no sabes cómo, te ves caminando por el sendero equivocado, sin saber cómo explicarte a ti mismo lo sucedido. Uno dice esto o aquello y poco después se traiciona asimismo haciendo todo lo contrario; y cuanto más se hace el propósito de no volver a caer más veces cae en el error. Es como una pulga impertinente que cuanto más te rascas más te pica”.
El joven estaba intentando asimilar las que parecían ser enormes dificultades de ser coherente con lo que uno afirma:
“Entonces… ¿no hay manera de alcanzar la coherencia entre lo que uno dice y lo que hace?”, preguntó.
“Puedes alcanzar un cierto grado de entendimiento siempre y cuando no entables una lucha a muerte con ella, siempre y cuando la dejes vivir a tu lado como una sombra que no puedes despegarte de los pies; y cuando llegas a hacer amistad con tu propia incoherencia, entonces ella te da un don que no esperabas”.
“¿Y cuál es ese don?”, preguntó el joven intrigado.
El maestro le respondió: “LA HUMILDAD”
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